Hoy nos hay dejado el tío Voro. Hace mucho tiempo que nos miraba ya desde otro lugar pero aún así nos miraba. Y sabíamos que era él quien estaba detrás de esos ojos porque aún se adivinaba en ellos el vuelo del águila. El tío Voro era ese señor pelirrojo de pocas palabras que nos infundía un respeto infinito. La suya era la autoridad del rebelde: decía lo que pensaba. Y desde luego, no era como los demás hombres de aquellos años 70 en los que yo empezaba a levantar cuatro palmos del suelo.
Llevo todo el día pensándole y tratando de averiguar qué era lo que le hacía tan especial. Hoy me he dado cuenta de que yo siempre le vi como un explorador que, en el último momento, había abandonado las montañas para decidirse a vivir con la tía María Jesús: estaba entre nosotros pero conservaba algo de montañero solitario. Recuerdo una excursión a la Virgen de la Vega en la que literalmente me prohibió tenerle miedo a los jabalís y yo me preguntaba: ¿cómo se puede prohibir el miedo? Por supuesto, ni se me ocurrió rechistar.
Nos fascinaba porque era diferente: ¿Quién era realmente aquel hombre que nos despertaba a las siete de la mañana con música clásica y que nos decía que llevar la parte de arriba del bikini si no teníamos tetas era una cursilada? Yo lo veía siempre rodeado de sus perros, sus pájaros, sus peces, sus pinos… Y luego estaba el estudio en el que pintaba, los tubos de colores, los cuadros….Y los esquís en aquel altillo. Todo en el tío Voro era distinto y eso en los años 70 era un auténtico balón de oxígeno. Se podía ser libre y se podía llevar la contraria: el tío Voro lo hacía todo el tiempo.
Llevo todo el día pensándole, a sabiendas de que pensarle es también pensarme. Al final creo que he dado con una de las claves de su magisterio: «Cristina, tu padre nos educó contra lo cursi» (y las dos nos hemos reído porque sabíamos exactamente de qué hablábamos). Lo cursi para el tío Voro era algo muy importante que debíamos evitar: era lo superfluo, lo banal, el artificio. Creo que ese magisterio contra lo cursi era la manifestación más clara de su alma de artista. Era un alegato en defensa de la belleza que el encontraba en la naturaleza.
Otro de sus magisterios fue la consistencia: tenía fuerza para ir contra corriente sin despeinarse. Su calle estuvo muchos años sin asfaltar porque el tío Voro se negaba a que talaran los pinos que había a la puerta de su casa. Era genial visitarle y darse cuenta de que todas las calles de alrededor estaban asfaltadas y la suya permanecía de tierra y con esos pinos grandísimos. Me pregunto ahora cómo consiguió oponerse y cómo logró mantenerse firme durante tanto tiempo. Creo que la última vez que le vi en plenas facultades fue una vez que me acerqué a su casa con mi furgoneta T4 y en su cara se dibujó una sonrisa de hippie. Seguramente se metió conmigo. Y seguramente la tía María Jesús dijo aquello tan suyo de (oy, oy, oy Salvador…).
Querido tío, ya sé que todo esto que escribo te parecerá una cursilada, pero ves pensando en la forma de volver a contarnos quién eras. Aquí nos quedamos cuidando a la tía María Jesús y a mi madre. Lo cierto es que no estoy triste. Te has ido como viviste: tranquilo, en tu casa, con los tuyos y a tu manera. En eso has tenido grandes aliadas…La verdad es que imagino tu energía subiendo ligera la ladera de la montaña. Si me lees ya sé lo que vas a decir: ¡Bicho, no seas cursi! Tranquilo, tío, eso creo que sí lo aprendimos 😉 Te queremos